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domingo, 11 de noviembre de 2007

La abolición de la pena de muerte

Hace algunos días, la Corte Suprema de Estados Unidos suspendió la ejecución con inyección letal de Earl Wesley Berry, condenado a muerte en el Estado de Mississippi, a fin de analizar si su aplicación viola la VIII Enmienda de la Constitución estadounidense, que no permite la imposición de castigos crueles e inusitados. Ya antes, el Supremo Tribunal, había prohibido la ejecución de personas con deficiencia intelectual y de menores de 18 años de edad.

Si bien en esta oportunidad la Corte sólo se pronunciará si la ejecución con inyección letal es constitucional –y no sobre la constitucionalidad de la pena de muerte, cualquiera sea su modalidad de ejecución- ha reavivado el debate en diversas partes del mundo sobre la utilidad de la aplicación de la también denominada pena capital.

La pena de muerte se aplica todavía en un considerable número de Estados. Sin embargo, la tendencia internacional parece estar orientada a su abolición, tal es así que se ha redactado el Segundo Protocolo Facultativo al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, un Protocolo Facultativo a la Convención Americana de Derechos Humanos, los Protocolos números 6 y 13 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, todos ellos destinados a la abolición de la pena capital, los cuales se encuentran a la espera de la ratificación de los Estados para su entrada en vigencia.

En todas las Constituciones Políticas de nuestra vida republicana se ha hecho referencia a la pena capital, ya sea para limitar su regulación a los “casos que exclusivamente lo merezcan” (Constituciones de 1823, 1826 y 1828), establecer la atribución del Poder Ejecutivo y del Presidente de la República de conmutar la pena capital “siempre que concurran graves y poderosos motivos” (Constituciones de 1834 y 1839), prohibir su imposición (Constitución de 1856), o regular su aplicación para ciertos delitos (Constituciones de 1867, 1920, 1933, 1979, 1993)

Considero que el Estado no puede poner fin a la vida de un ser humano, pues ello contravendría su deber primordial de garantizar la plena vigencia de los derechos humanos, porque existe la posibilidad de la comisión de errores judiciales irreparables, por no haberse demostrado fehacientemente la disminución de los delitos que se pretenden erradicar con su ejecución, y porque en varios casos, en vez de solucionar problemas, los agrava, al convertir en mártires a los ejecutados.

Sin que ello implique impunidad, pues todo delito debe ser castigado con penas alternativas de acuerdo a su gravedad, considero que debe analizarse la posibilidad de reformar el artículo 140 de la Constitución Política de 1993, a fin de establecer una regulación que podría ser similar al artículo 16 de la Constitución de 1856, en el que se señalaba: “La vida humana es inviolable. La ley no podrá imponer la pena de muerte”


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